viernes. 26.04.2024
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MITOLOGÍA DE CANTABRIA

La novia del ojáncano

Existió hace mucho tiempo, una joven que cuidaba un rebaño de ovejas en lo alto de una peña, en un lugar del interior de la montaña

Ilustración de la historia sobre la novia del ojáncano. Pilar G.
Ilustración de la historia sobre la novia del ojáncano. Pilar G.

Un día estaba bebiendo en una fuente de un manantial cuando sintió que el suelo temblaba, alzó la vista y se encontró en lo alto del risco, un ojáncano que la mirada con ojos tristes y melancólicos.

La pobre muchacha asustada, porque el ojáncano era el habitante del bosque más temido por estas tierras debido a su maldad, salió corriendo dando voces a los pastores que estaban cerca de ella.

Otro día, cerca de un espinar, cuando estaba encendiendo una hoguera, porque la temperatura a esa hora de la mañana era muy fría, la llama de la lumbre era imposible de prender en condiciones debido a que venía un viento fuerte de la arboleda.

Así, lo intentó varias veces con el mismo resultado. La joven notando que no había suficiente viento para apagar la fogata, miró más fijamente al espinar, y descubrió con asombro que era el ojáncano, que estaba suspira que te suspira mientras la observaba embelesado. La muchacha volvió a salir corriendo y avisar a los pastores.

Otra vez bajando por el mismo camino de la peña que estaba resbaladizo por la lluvia acontecida la noche anterior, con un gran cesto lleno de madera y junto a sus ovejas, sorprendió de nuevo al ojáncano escondido detrás de los árboles. Hubiera estado a punto de resbalarse si no hubiera sido por el monstruo que le quitó el fardo de madera de su cabeza, y haberla estabilizado.

Temblando y sin mirar atrás, bajo el sendero sin dar voces, de vez en cuando miraba de reojo hacia donde estaba el ojáncano que iba detrás con la mercancía. Al llegar al pueblo, depositó el coloño en los hombros de la joven y se volvió al monte. Fueron pasando los días.

Cada vez que el ojáncano veía a la muchacha con su carga de madera en los hombros, se la quitaba con mucho cuidado y la llevaba hasta el pueblo. La joven iba perdiendo el miedo, cada vez se encontraba mejor junto al ojáncano.

Llegó la primavera. La joven y el ojáncano se habían convertido en inseparables, y pasaban juntos todo el día entre las laderas de la peñuca. Aunque mantenía la naturaleza típica de los ojáncanos, cuando estaba con la moza era bueno y pacífico, y la ayudaba en todo, cortaba la leña, la llevaba el agua de la fuente y la protegía de la lluvia cuando esta aparecía.

Todos en el pueblo estaban extrañados de esta amistad, y empezaron a llamarla la novia del ojáncano, era despreciada por los mozos y envidiada por las mozas. Poco le importaba lo que dijesen de ella, porque cada vez estaba más enamorada del cíclope montañés.

Un día, no apareció por el monte. El ojáncano preocupado por si le había pasado algo, la busco por todos los rincones, y mandó a un cuervo amigo que volara por el pueblo y sus lindes por si la veía con su rebaño.

Al día siguiente, el cuervo apareció sin noticias de ella. Pasaron los días, y la zagala no aparecía. El ojáncano estaba cada vez más triste y furioso, y sus maldades eran más crueles. No había cabaña que fuese destruida, o camino destrozado por grandes peñascos.

Un atardecer paró un pastor y le preguntó por su amor. El pobre chaval encogido de miedo le contó lo ocurrido. Los padres de la joven preocupados por su amistad con el ojáncano la habían llevado a otro pueblo lejano para que no volviese nunca más a estar con su enamorado.

El ojáncano destrozado, liberó al pastor. Al día siguiente del suceso, al levantarse todos los vecinos, todo fue un mar de quejas. Todos los huertos, árboles frutales y la cosecha de maíz estaban destrozados.

En la iglesia habían desaparecido las campanas, así como la fragua se había llevado el yunque, al médico su caballo muerto, etc. Cada habitante del pueblo tenía un destrozo en sus casas.

Pero las maldades no pararon ese día, continuaron hasta que la aldea fue quedándose sin gente cansada de ver sus cosechas, casas y enseres destrozados o quemados.

Poco a poco el pueblo quedó deshabitado, sin vida como el corazón del ojáncano, que desolado siguió vagando con el alma entristecida por el amor perdido.